Contexto
‘Siempre he creído –escribía Ortega en ¿Qué es filosofía?– que la claridad es la cortesía del filósofo.’ Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950), uno de los poetas más destacados de la generación del 68, añadiría, sin duda, que también es la cortesía del poeta, del artista y del hombre culto en general. ‘Claridad’ que adquiere un sentido doble en su poesía, y que lo enraíza con una tradición netamente moderna en la literatura española: una claridad conceptual, el deber del poeta, como quería Machado, de tener una ‘metafísica’ y de exponerla ‘en conceptos claros’, lo que revierte en buena parte de las (auto)poéticas y reflexiones metapoéticas presentes en su obra; una claridad formal, la búsqueda de una ‘transparencia’ en la escritura, que evoca la de Juan Ramón Jiménez, aunque en un sentido diferente. Es esa doble ‘claridad’ la que alienta su escritura poética, tal como ya lo expuso en 1980 en una ‘Poética’ en la que se apropiaba las palabras de Gabriel Bocángel: ‘Que nadie confunda lo culto con lo escuro, que lo escuro no es culto, sino inculto.’ Años más tarde, hacia 1994, lo plasmaría en un poema titulado ‘Línea clara’, como homenaje al autor de Tintín:
Dicen que hablamos claro, y que la poesía
no es comunicación, sino conocimiento
[…]
Dicen que hablamos claro, y que nos repetimos
de lo claro que hablamos, y que la gente entiende
nuestros versos […]
Dicen, y menudean sus fieras embestidas.
Defiéndenos, Tintín, que nos atacan.
Unos meses más tarde, en un artículo titulado ‘Línea clara’, recogido en Señales de humo (1999), resumiría su concepción poética en este sentido, que se ha mantenido más o menos constante a lo largo de las dos últimas décadas:
Ser poeta no da acceso a ninguna realidad paralela, ni posibilita el diálogo con ningún dios inefable, ni funda reinos, ni inaugura mundos. Ser poeta es hallarse en posesión de una determinada técnica, la de hacer versos (lo que implica buen oído y cultura poética), y tener ganas de escribirlos.